Por: Daniel Schurjin Almenar

Codirector de Temas de Derecho Penal y Procesal Penal

En días donde el debate sobre la baja de la edad de imputabilidad recobra impulso en la
Argentina, con proyectos legislativos que postulan retrocesos bajo la bandera de una supuesta eficacia represiva, una sentencia dictada en Catamarca aparece como un contrapeso ilustrado, humano y jurídicamente sólido. Me refiero a la resolución del juez Rodrigo Morabito, quien, en el caso de un niño de 12 años involucrado en un hecho de violencia escolar, rechazó de plano la posibilidad de avanzar con actos procesales propios del sistema penal, y ordenó en cambio que el conflicto se canalice en el ámbito educativo y comunitario.

El fallo, cuya lectura íntegra resulta recomendable, reafirma principios esenciales del derecho penal juvenil: la edad mínima de punibilidad fijada en los 16 años (Ley 22.278), el principio de intervención mínima y la centralidad de los estándares internacionales de protección integral de los derechos de niños, niñas y adolescentes.

La decisión es técnicamente intachable: recuerda que no puede convocarse a indagatoria a quien carece de capacidad penal, ni siquiera bajo la excusa de “hacerlo oír”, porque ese acto implica una imputación implícita y es, en sí mismo, una forma de violencia institucional.

No procede la indagatoria de un niño de 12 años acusado por lesiones en un caso de bullying escolar

Pero el valor de la sentencia no se agota en su pulcritud jurídica. Lo más destacable —y lo más incómodo para quienes abogan por la expansión punitiva sobre cuerpos infantiles— es el gesto institucional del juez al trasladar el foco del conflicto hacia donde verdaderamente pertenece: la comunidad educativa. A través de una carta que fue leída en el aula con presencia de familias y docentes, Morabito planteó un abordaje restaurativo, que interpela, conmueve y educa. La sentencia deja de ser un acto aislado para convertirse en intervención democrática, pedagógica y preventiva.

No es casual que este pronunciamiento emerja en un contexto donde diversos sectores del arco político, muchas veces desde la demagogia punitiva, insisten con bajar la edad de imputabilidad a 14 o incluso a 13 años. La falacia que se repite es que 'los chicos matan' y que la única respuesta posible es el castigo temprano. Pero lo que suele ocultarse es que los delitos cometidos por menores de 16 años representan una proporción ínfima del total, y que en la gran mayoría de los casos no se trata de homicidios ni hechos gravísimos, sino de situaciones conflictivas que encuentran mejores respuestas fuera del sistema penal. Como ha sostenido reiteradamente el Comité de los Derechos del Niño de la ONU, criminalizar la infancia es una violación a los derechos humanos.

Resulta oportuno, como nota de color, recordar que la plataforma Netflix acaba de estrenar Adolescencia, una serie que retrata de forma cruda y sensible las tensiones, injusticias y fracturas que atraviesan a los jóvenes en los márgenes del sistema. Allí también se ve cómo el castigo temprano reemplaza a las políticas públicas, y cómo el encierro y la estigmatización no sólo no resuelven los problemas, sino que los profundizan. La ficción, como espejo, confirma lo que el derecho debería recordar: que la infancia no se tutela desde el banquillo, sino desde la dignidad.

La sentencia de Catamarca no es un hecho aislado. Es una oportunidad. Una alerta. Un
recordatorio de que aún es posible pensar la justicia como herramienta de cuidado, y no de expulsión. Frente al avance de discursos que proponen cárceles para chicos de 13 años, este fallo propone otra cosa: un aula, una comunidad, una conversación, un límite, sí… pero uno que enseña, no que destruye.

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